Quien no
conoce la leyenda de aquel fraile, en quien la tradición ha querido sintetizar
una de las malas épocas de la religión Franciscana en el Ecuador.
Manuel de
Almeida era un joven de 17 años cuando entró novicio al Convento Franciscano.
Hijo único renunció a todos sus bienes y los placeres propios de la juventud,
los cambió con la disciplina monástica de su convento.
Para su mala suerte cuando entró
al convento, la indisciplina imperaba de manera escandalosa por todo el
monasterio; los frailes jugaban naipes, bebían, salían y entraban a cualquier
hora, sea por la puerta, sea por el tejado.
El Padre
Almeida cedió a las tentaciones de Satanás y sus salidas eran más frecuentes
que sus compañeros lo recluyeron para ver si se moderaba. Todo fue en vano. Había
estudiado el mejor sitio para sus escapados y este era una pared donde estaba
la imagen de un enorme cristo que le servía de escalera para saltar e ir a
lugares de diversiones nocturnas.
Muchas
debieron ser sus salidas cuando el mismo Cristo se cansó de aguantar las
irreverencias del fraile y abrió sus labios y le dijo hasta cuando Padre
Almeida? Y el Padre Almeida contestó: “hasta la vuelta Señor”.
En efecto
aquella fue la última noche. Cuando regresó al amanecer, ya no fue a la celda,
se postró delante del Cristo, que no le volvió a hablar y le prometió no
continuar con sus desvaríos. Dice la leyenda que el Padre Almeida no se inmutó
ante el reclamo de Cristo. Solo llegó al arrepentimiento cuando un amanecer, al
regresar de una parranda, presenció sus propios funerales.
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